Se llamaba Clodomiro Figueroa Ponce, era bajito, más algo gordo, de grueso bigote y se vestía a la moda. Claro que a la moda de su tiempo, p...
Se llamaba Clodomiro Figueroa Ponce, era bajito, más algo gordo, de grueso bigote y se vestía a la moda. Claro que a la moda de su tiempo, porque “Don Cloro” fue uno de los aviadores pioneros que más vida dio a la aviación civil de nuestro país.
Era el rey de los “costalazos”, porque Don Cloro tenía la rara satisfacción de aterrizar malamente en cualquier parte con su avión, aunque nunca tuvo accidentes demasiado serios para él, pero sí para sus acompañantes. Dos de ellos perdieron la vida en caídas con nuestro amigo Cloro.
Sus comienzos con el aviador Luis Alberto Acevedo, se remontan a principios del siglo XX, cuando ambos militaban en los clubes ciclistas Estrella de Chile y Cóndor, de la capital. Será Acevedo el primero en ir a Francia a conquistar el ansiado “brevet” de aviador, luego de un corto curso de vuelo en la escuela de aviación del entonces conocido Luis Bleriot, el más popular de los aviadores y constructores de aviones del país galo, por su conocida hazaña de haber sido el primero en cruzar el Canal de la Mancha en avión, demostrando con ello que las cualidades de la máquina aérea permitirían al hombre asumir rápidamente la conquista del espacio.
Don Cloro se embarca a mediados de 1912 a Francia y se inscribe también en la Escuela Bleriot, regresando al país a fines de ese año, luego de haber conseguido su brevet de vuelo.
Como antiguo comerciante vio en la construcción de aviones una actividad que le podría dar algunos dividendos, por lo que además de concurrir a las clases normales, fue un asiduo visitante a los talleres donde aprendió los secretos del entelado y el armado de aviones Bleriot, de cuyos modelos (muy básicos en esa época), logra traer algunos planos, los que le permiten instalar un taller donde a la vez que repara sus aviones, arma y produce varios, casi todos con nombre mapuche y así van saliendo “Caupolicán”, “Fresia”, “Tucapel” y “Lautaro”, el que vende a su amigo el aviador Emilio Castro Ramírez cuando éste regresa de Francia luego de haber aprobado el consabido curso de aviador; produce también otros aviones que usa o vende a aviadores de la época pionera de la aviación civil en que las frágiles máquinas eran un reto a la muerte en cada vuelo.
Con Emilio Castro Don Cloro hizo pareja de vuelo y con él realizó presentaciones en varias ciudades del país. Fue así como a fines de 1914 Figueroa en su avión “Valparaíso” y Castro en su “Lautaro”, inician una gira al sur con el fin de que este último pueda bautizar su avión en el mismo pueblo de Lautaro.
Ese año Figueroa en su avión “Valparaíso”, durante una gira por Malleco había volado en Victoria con desastrosas consecuencias, ya que al momento de efectuar un despegue había chocado con uno de los postes del Club Hípico, cayendo el aeroplano y sufriendo serias averías, lo que le impidió visitar Traiguén y otros pueblos que estaban en la agenda. Como siempre el aviador sólo resultó con lesiones leves.
Ahora Con Castro la intención era efectuar sus conocidas demostraciones de vuelo, para lo cual traía su remozado “Valparaíso” y Castro su flamante “Lautaro”, con los cuales se presentaron el día domingo 20 de diciembre de 1914 en el campo conocido como “El Avellano”.
Tal como Don Cloro había hecho con su “Valparaíso” cuando lo bautizó en la porteña ciudad, se habían dispuesto los preparativos previos para contar con el párroco y las damas que serían las madrinas y que en este caso fueron Laura Guillén de Gacitúa; Amelia de Sandoval, esposa del Alcalde Pedro Sandoval y Luisa de Voigt.
Luego de presentar su programa se procedió al bautizo oficial del avión “Lautaro”, que desde ese día acompañó al aviador Castro durante toda su carrera y por el que más tarde llegaría a sentir un gran aprecio, ya que juntos pudieron recorrer el país y participar en una serie de competencias que le dieron mérito tanto a él como a su avión.
Según cuenta don Lautaro Cánovas en su “Historia de Lautaro”, antes de retirarse los aviadores en un gesto de condescendencia pidieron voluntarios que quisieran arriesgarse a subir con ellos en un corto vuelo. Sólo un lautarino llamado Manuel Iturriaga se atrevió a instalarse junto al aviador Castro, siendo el primero que pudo observar su pueblo desde las alturas en ese avión mezcla de Bleriot y de una básica tecnología chilena, que había venido a La Frontera a buscar un nombre, el que desde ese momento lució en su fuselaje como un homenaje al gran guerrero de Arauco.
*Esta crónica se publicó por el autor en la Revista “El Expreso”, de Kronoss Editores, del mes de septiembre 2013.